Empujoncitos del destino
Jeremías - "La cita"
La Gorda es mi mejor amiga, además de ser mi prima. Sabe todo de mí, menos que soy gay. Sabe que me quedo durmiendo en mi casa bajo la mentira que las clases en la U se suspendieron, pero no sabe que me masturbaba pensando en su pololo. Sabe que una vez de curado termine durmiendo abrazado a la mamá de un amigo, pero no sabe que después de que terminó, se lo chupé a su ex pololo. O sea: morenazo, 1.85, pectorales, bíceps de revista, curao como pico en la misma pieza que yo estaba, y después de descubrir sus 22cm., ameritaba. Supongo que la gozó, aunque dudo que se acuerde. Es que debo admitir que después de Gabriel, el mundo se me dio vuelta. Y desde luego ella no sabe nada de Gabriel, mientras yo tenía que escuchar sus “preséntamelo, es tan rico” a diario. I’m fucking him, forget it. LOL. Pero en serio, no tengo como explicar todo lo que amé a ese hombre. Ningún mal recuerdo, ningún dolor, ninguna queja; sólo contra las cosas que pasaron e hicieron que todo terminara mal. Muy mal.
Ese día en la parte de atrás de su jeep sus ojos verdes rebotaban contra el retrovisor y se clavaban en cada luz roja en los míos. Dolía sentir y pensar que corría el riesgo que otra vez estuvieran jugando. Pensar que son sólo rollos míos, que sus ojos no se clavaban por que le gustara sino para ver si el huevón de atrás lo seguía mirando. Y el huevón de atrás lo seguía mirando. Llegamos a la casa del Pelao y fui por una piscola. En la cubeta, agua. Fui a la cocina y estaba él. “Te salvé” dijo. “Sálvame de esta soledad” pensé medio en risas por la siutiquería de la frase. Me preguntó de qué me reía, le respondí que nada, pero no se digno a mirarme, estaba feliz haciéndose su piscola. Salí bastante nervioso, pensé que ya se había cansado del jueguito y que, sin duda con lo pelotudo que soy, me iba a quedar enganchado un mes de sus ojos verdes. Y finalmente pasó. Gabriel nunca fue un ángel y su idea de llevarme al carrete del Pelao jamás fue una salvación. Es más, casi me mata. Sobre la mesa, los choripanes. El hambre por la emoción de las dos últimas horas de mi vida me obligo a comerme unos cuantos. No pasó una hora y yo vomitaba, cagaba y me mordían los escalofríos por un maldito choripán medio crudo. Con Gonzalo en la quinta piscola y diciéndome que no fuera tan exagerao, no había forma de volver a mi casa. Entonces, cuando ya agonizaba en un sillón de totora de la terraza, me di cuenta del error, Gabriel si iba a salvarme. “Dame las llaves de tu casa, mejor que duerma en tu casa a despertarlo aquí cuando nos vayamos y se enfríe de nuevo”. Después de setenta minutos de libertad, volví a mi arresto habitacionario. La diferencia: iba sólo con Gabriel camino a mi casa...